Un cuento: «Hojalata y yo.»

Homenaje a Juan Ramón Jiménez, insigne poeta español y Premio Nobel de Literatura de 1.956

   Hojalata es de cuerpo pequeño, huesuda, de pelo tordo,  en su frente como una estrella luce una pequeña marca blanca. Cuando paso mis rudas manos por su plateada piel, el tacto  es como si acariciara un vasto  cepillo de raíces: ella está habituada al desaseo. A lo largo, su lomo es tan delgado como el tronco de una palmera. Sus ijares sobresalen como si fuera una pequeña silla. Las patas delgadas, como palillos de tambor, parecen que hacen equilibrio para mantenerse sobre ellas.

   Sus profundos ojos negros son duros como piedras de basalto que reflejan su triste mirada y la nobleza que entraña. Su cara es afilada y la boca pequeña, como hembra que es.

   Yo soy Hamdi, uno más de los muchos aguadores que hay aquí en el poblado del Oasis de Bahariya y sus extensos palmerales.  Este lugar fue la ciudad que durante la XXVI Dinastía reinaron los faraones de Egipto. Está resguardado, al Suroeste, por la misteriosa Montaña Negra que en tiempos muy lejanos vomitó fuego.

   Cada día al amanecer realizo las abluciones y  susurro los rezos, después tomo algún alimento y abandono la cabaña. Apernacado sobre el lomo de Hojalata, entre los serones de esparto y los  cántaros, nos dirigimos a las fuentes. La jornada se nos va en idas y vueltas a las casas de los vecinos para llevarles la apreciada agua, de esta forma consigo reunir algunas piastras para sobrevivir.

    A mediodía, los abrasadores rayos del Sol nos hacen un guiño para descansar. El fatigado y lento caminar de Hojalata nos lleva de vuelta al hogar: yo delante y ella detrás, juguetea dándome suaves topadas en la espalda. Por las chimeneas de las casas de adobe el humo se eleva hasta el azul añil del cielo. Un agradable y apetitoso aroma a cúrcuma y jengibre invade las terrizas y estrechas callejuelas. Al paso de un grupo de camellos se levanta una polvareda intensa que  nubla, por unos momentos, el lugar. Hojalata rebuzna, una y otra vez. En la lejanía, como un eco  resuenan los roznidos de otros jumentos que se unen a los de Hojalata. Parece un coro bien orquestado. La fina arena entra por su nariz. Resopla varias veces y su cuerpo se estremece del hocico a la cola. Un sonido más en el silencio que reina en el desierto. Mientras camino los pensamientos vienen a mi mente.

Me doy cuenta de que al andar mis pies enfundados en las viejas chanclas van arrastrándose, dejando marcada en la arena una zigzagueante línea. Sí, estoy cansado, la edad ya va siendo mella en mi cuerpo y el cabello ya es plateado. Hojalata va envejeciendo conmigo. Aún recuerdo cuando era una pollina. Se pasaba el día retozando en el corralillo. Tenía un grácil trote, parecía que sus cascos apenas tocaban la arena y corría detrás de cualquier cosa que se moviera.

    Al morir mi esposa e hijo en el  parto, he sido acogido por mi hermano mayor Hassan y  su mujer Zaira a la que Alá bendijo con  diez hijos. Los cuatro más pequeños juegan mucho con Hojalata, ora pasando por debajo de su barriga, como si fuera un imaginario puente, ora cabalgando, ora trotando sobre la blandura tibia y suave de Hojalata.

   Cada día, entre todos los chiquillos le colocan la cabezada, la cual está finamente trenzada con hojas de palma, y como rienda un cordel hecho de pita que mi sobrino  Omar es el primero en sujetar. Así pasean a Hojalata por los alrededores.

   Hojalata es coqueta, con zancadas cortas contornea sus ijares rítmicamente. Confiada, pisando seco y duro sobre la tierna arena dónde sus cascos se hunden a cada paso, y sus patas parecen aún más cortas. Detrás, se forma una comitiva de chiquillería que le acompaña en su recorrido hacia los abrevaderos. Una algarabía de churretosos niños, con chilabas sucias y escasos de sandalias, vitorean su nombre:

   —¡Hojalata, habibi, habibi, Hojalata!

      Algunos chavales, tímidamente, al pasar junto a ella le acarician la culata,  otros más atrevidos alargan la mano hasta el hocico ofreciéndoles dátiles secos. Para Hojalata cada salida es una fiesta. Así llegan hasta  las fuentes dónde  abreva tranquilamente, aunque los más traviesos con ayuda de cubos y jofainas la rocían por encima del lomo con agua fresca. Al final, todos jugueteando terminan chorreando y de vuelta a casa.

    Después del almuerzo, me echo en la hamaca que está colgada entre las dos palmeras que hay a la puerta del hogar, rodeada de retamas, jara y buganvillas. A pocos metros, Hojalata atada a un tronco bajo la sombra de un arrayán. Es la hora del sesteo. Con los ojos entreabiertos la observo. Hojalata  se distrae con lo mismo que yo. Por aquí se ven pocos pájaros, algunos Malti y Barri, que son cazados por aquellos jóvenes que gozan de buena vista y divisan las bandadas desde más allá de las doradas dunas. Ese día es un festín para sus familiares.

    —Hojalata ¿te gustaría escuchar alguna vez los trinos de los pájaros?

      Vuelve la cabeza, sus brillantes ojos negros me miran fijamente. Sus grandotas y picudas orejas se mueven de un lado a otro, alternativamente. Imagino que con este gesto, afirma a mi pregunta. Me sonrío.

  En esta zona del Oasis solamente hay un par de cientos de palomas que pertenecen a  Ahmed. En su pequeño huerto se alza, como un castillo, el gran cono de arcilla seca pintado de blanco y rojo dónde se resguardan las palomas: uno de los exquisitos manjares que pocos disfrutan.

   Hojalata y yo contemplamos cómo revolotean sobre nuestras cabezas, para después posarse en las ramas de las palmeras para picotear sus frutos. Escuchar el suave sonido de los aleteos y arrullos, son momentos de felicidad.

   Abundantes y vigorosos árboles crecen a nuestro alrededor, los azufaifos, algarrobos, alerce, laurel, hacen de este lugar un hermoso vergel en medio de este paisaje desértico. De nuevo el trabajo, camino hacia las fuentes.

   —Hojalata…  ¿tampoco conocemos la lluvia? Esa lluvia que podría acariciar nuestras caras ¡hummm! Me gustaría sentir sobre mi cuerpo la chilaba mojada ¿Y a tí…? Que las gotas resbalaran sobre tu lomo.

   —¿Y qué sentirías al oler a tierra húmeda, fresca? Sabes, yo no imagino ese olor, sólo el de la arena cuando salpica el agua de las fuentes. Igual que tú cuando olfateas mientras lleno los cántaros.

Hojalata me contesta con unos guturales rebuznos.

   —¿Sabes una cosa, Hojalata? Eres mi consuelo y me reconfortas; estoy de buena Luna al tenerte como compañera ¡Cuánta es la ayuda que me prestas y la generosidad en tu entrega… ejemm! Al decir estas últimas palabras, percibo que me embarga la tristeza sólo pensar que algún día Hojalata o yo, desapareceremos tras el horizonte,  hacia el Oeste.

   Al llegar el crepúsculo dedico unos momentos a mis oraciones. El Sol, como una gran bola de fuego, desciende para ocultarse tras las dunas y el cielo se torna de un deslumbrante rojizo. El trabajo ya finalizó. Entonces, dejo suelta a Hojalata en el pequeño corralillo, su hogar, su refugio. Su hocico está reseco por el viento del Siroco. Merodea de aquí para allá, rebuscando entre la templada arena algún matojo para refrescar su garganta y aplacar su hambre.

  Un enjambre  de moscas rodea su cabeza, algunas osan posarse entre los huecos de los ollares haciéndola resoplar. Al mismo tiempo, la cola no deja  de hacer aspavientos ahuyentando a tan molestos insectos.

     Me entristece no poder ofrecer a Hojalata mejor manjar, sólo dátiles secos  y las mondaduras de las escasas verduras que los vecinos me traen. Todos padecemos hambre y Hojalata lo sabe. En este lejano lugar el tiempo transcurre al igual que en cualquier otro, sin embargo, parece que aquí es más lento y las desgracias son aún más insoportables.

     La noche cae en el desierto, este inmenso mar de arena. La Luna, grande, redonda, pura;  unos jirones de nubes blancas como algodón pasan por delante con marcada lentitud. La inmensidad del cielo estrellado nos rodea y el horizonte infinito del desierto es una línea imperceptible que los divide. Vagas claridades, azuladas y verdes perduran entre los palmerales. Las grotescas sombras de las cercanas dunas parecen fantasmas a punto de asaltarnos. Aquí el día es tórrido, abrasador, sin embargo, el frío es intenso durante la noche. Noto que mis pies desnudos sobre la arena se hielan y un escalofrío recorre mi cuerpo. Pienso en Hojalata, bajo su cobertizo de adobe, con techumbre de ramas secas.

     Entre tanta penuria me siento rico al poder contemplar tanta belleza en este lejano y desconocido rincón del mundo, privilegio que el Creador nos concedió como los beduinos. Aunque no renuncio a ello, antes de que flaquee mi debilitado cuerpo me gustaría satisfacer una curiosidad: emprender la aventura para conocer lo que hay allende del ondulado horizonte ondulado por la  arena.

Y pasaron unos años.

    Por fin ha llegado el día ese día tan esperado, me  invade un tanto de osadía, otro de coraje y mucho de valentía. Sí, voy a emprender la aventura soñada a lomos de mi fiel compañera Hojalata, marcharemos hacia la otra orilla del desierto, allá dónde dicen que existe un mar inmenso. Un mar de aguas saladas y profundas.

                         Autora, Elisa I. Mellado

2 comentarios en “Un cuento: «Hojalata y yo.»

Deja un comentario