Este escrito me lo ha enviado mi querida amiga Eloísa Zapata. Por el contenido que expone, creo es el sentir que nos atañe a una gran mayoría de personas en estos tiempos tan nefastos que vivimos en toda la faz de la Tierra. Por ello, he considerado interesante incluirlo en mi Blog.
Hoy, al despertar, la radio me ha dicho que ya ha llegado el otoño. Lo tengo que creer porque es veintidós de septiembre y los movimientos de los astros no fallan. No porque haya notado los signos inequívocos de que llega la estación más agradable para visitar y pasear por Sevilla.
Sevilla debería estar a rebosar de gente. El aire debería correr fresco bajo un cielo azul intenso. Los árboles deberían empezar a dejar gotear sus hojas alfombrando el suelo con sus tonos dorados. El calor debería haber aflojado en su azote a los sufridos sevillanos. Nada, no hay nada de eso.
Veo calles con escasas personas, casi todas de edad madura, que van a la compra diaria. Tiendas que me gritan desesperadas: «Todo al 30, al 50, hasta al 70% de rebajas», porque han vendido poco desde que empezó la temporada primavera-verano, allá por marzo. «El Corte Inglés» no anuncia a voz en grito: ¡Vuelta al cole, consigue ahora sus bonos descuentos! Como si tuviera la sombra de una duda, un miedo razonable, a que la tan esperada vuelta al cole no se produzca.
Los días de septiembre van corriendo con lentitud, paso a paso. Cada jornada amanece con una nueva medida de seguridad añadida a las ya existentes; con avisos cada vez más insistentes a los ciudadanos. Algo inquietante flota en el ambiente. Algo me huele mal en el aire que respiro a través de mi mascarilla. Sí, ahora las hay de todas clases y colores, como si fuera lo único que se puede vender a la última moda.
No percibo la bulla de los bronceados veraneantes que regresan con ganas de compras invernales, con prisas por equipar a los niños, que han crecido durante el verano, con los uniformes, los libros y el infinito material escolar. No. Nada de eso. La ciudad y sus gentes los percibo como en suspenso, expectantes.
Los turistas, que tantas veces me han molestado como enjambre de moscas alrededor de la Catedral o el Alcázar, han huido… o los hemos expulsados. No palpitan los bares a medio día invadiendo mi olfato con el olor a adobo, o a calamares fritos. Ni por la noche se oye el recital, inagotable, de la lista de tapas que entonan nuestros camareros, únicos en el mundo. Ahora las tapas se descargan al móvil desde una aplicación QR. Hasta ahí ha llegado la era digital. Tampoco tengo que hacer cola para sacar la entrada de la última película que ganó el Oscar. Los cines están prácticamente vacíos, sin apenas estrenos del último festival.
El coronavirus, a causa del cual nos confinaron desde marzo a junio es el único que está mucho más animado, más activo. Ya hablan de una segunda «ola de la pandemia». Ya nos alertan de que viene con más fuerza que la primera y que, además, se unirá a la temporada de gripe invernal. ¡Pintan bastos para España!
Sí, la vuelta al colegio, a la universidad, será presencial, pero con muchas precauciones, con mucho miedo camuflado de valentía y necesidad. Con mucha tele-enseñanza, programada ya, por si acaso no se pudiera completar un nuevo curso.
Todo esto me hace pensar en lo poco que somos. Un “casi no ser” invisible fue capaz de paralizarnos la vida durante seis meses. Todos los proyectos, todas las que creíamos necesidades, todas las ilusiones inmediatas quedaron rotas, destrozadas, inoperantes, fue un día cualquiera de principios de marzo.
Ahora, que septiembre finaliza, todavía no podemos hacer planes ni siquiera a un mes vista. En primavera se aplazaron bodas, primeras comuniones, eventos culturales y familiares hasta el otoño con la esperanza de que hubiéramos vencido ya al enemigo común. Llegó el ansiado otoño y nos topamos con que la «segunda ola», tan susurrada a media voz, es ya una realidad omnipresente. Se vuelven a limitar aforos, horarios de bares y restaurantes. Se cancelan actos públicos y vuelos al extranjero. Nos encontramos con que lo aplazado se puede realizar, pero con muchas, demasiadas restricciones.
Si no fuera por lo que es, si no fuera porque está en juego la vida de todos, sería un placer contemplar la belleza de mi ciudad sin bullas, ni ruidos. El sol, ese sol que luce orgulloso bajo el azul, distinto a todos los azules, en el cielo de Sevilla parece retar al mal, parece burlarse de la finitud de la vida humana y del poder omnímodo de un virus, que no llega ni siquiera a la categoría de ser vivo. Porque el Covid-19, como cualquier otro virus, necesita implantarse siempre en un ser vivo para poder subsistir él mismo. Literalmente se alimenta de nosotros. Y nosotros morimos o enfermamos gravemente ante su invasión.
El corona virus no se ha ido. Nunca se fue. Está aquí entre los españoles que vivimos con tres compañeros inseparables: la incertidumbre, la desconfianza y el miedo. Porque antes de que nuestro Gobierno impusiera el Estado de Alarma, ya estaba la muerte en el aire, ya se empezaron a poner en duda la viabilidad de nuestros deseos futuros.
Me doy cuenta de la poca importancia que tiene casi todo en esta vida. ¡Se puede prescindir de tantas cosas! ¡Hay tanto de superfluo en esta sociedad consumista, que vive de cara a la calle, al jolgorio y al aturdimiento de cada día!
Sí, se puede uno privar de todo… menos del alimento diario. Sin embargo algo tan necesario, tan consustancial con el ser humano, los besos y los abrazos, de eso no se puede prescindir. Y, justamente eso es lo que nos ha sido prohibido tajantemente. Morir es inevitable. Pero morir sin poder tocar la mano de tu madre, tu padre, tu marido tu hijo, tu amigo o tu amante es lo más angustioso del adiós definitivo.
Me gustaría decir “te quiero”, ahora que aún no me han quitado la voz, a todas aquellas personas que de una manera u otra estáis en mi vida. Ahora, en que mi única compañía continúa siendo el silencio y el teclado del ordenador. Ahora que las calles de mi ciudad, fantasmas de un pasado orgulloso, no tienen la capacidad de hacerme olvidar que no soy más que una mijita de materia. Un poco de materia que algún día, tal vez muy pronto, se convertirá en energía, en un fotón de luz.
Mi yo fotón seguirá iluminando la ciudad tan querida y tan hermosa que me ha acogido en este mi paso por la tierra.
Sevilla 28 septiembre de 2020 Eloísa Zapata
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